El cacique Pucara (Fortaleza) enamorado como estaba de la
princesa Tamia (Lluvia de Estrellas), logró por fin conquistarla y formar con
ella un lindo hogar donde nacieron tres preciosos párvulos: Chasca (Lucero),
Coyllur (Estrella) y Waira (Viento). Los cinco vivían muy felices en ese valle
de los Andes que albergaba a siete descollantes ciudades, según testimonio
tradicional de los viejos pobladores del sector.
El pintoresco lugar contaba con toda una infinidad de
productos del agro y animales para la caza y la pesca; era un paraíso sin par,
dotado de ríos y pequeños manantiales que irrigaban de manera placentera las
parcelas. En él reinaba la armonía y convivencia entre sus pobladores.
El cacique Pucara, hombre de recia formación, corpulento, de
facciones varoniles atractivas, trabajaba incesantemente para mantener con
buenos propósitos el porvenir de los suyos y el bienestar en general de su
comunidad. La princesa Tamia, joven mujer de cabello negro, liso, con cara de
dulzura, de mirada arisca y picaresca, presentaba un lindo cuerpo que ni
remotamente figuraba señal alguna de ser madre de tres preciosas criaturas; era
la armonía sensitiva de la belleza y juventud de la región con cierta
expresividad que a todos encantaba cuando de paso recorría el valle.
El cacique Pucara y la princesa Tamia solían pasear por
entre las siete florecientes ciudades de aquel valle y sin lugar a duda
despertaban más de una envidia en medio de aquel mundo de convivencia y suprema
abundancia. Él, dotado como era de poder y riqueza miraba con altivez y orgullo
el despertar de los demás hombres ante su bella esposa, la sabía y la sentía
hermosa. Ella, conociendo la debilidad que despertaba entre los hombres, segura
de su esposo, coqueteaba con su pelo liso entre sus manos, jugando con la
mirada cuando se sentía admirada con donaire.
No podía faltar en tanta singular armonía la presencia de
maldad y envidia, y así fue que durante una de las fiestas del Inti Raymi
(Baile del Sol), cuando ya los niños de Tamia podían desenvolverse por sí
solos, Pucara invitó y llevó a su esposa a una de las siete ciudades donde
celebraban las fastuosas fiestas en honor del dios Sol (Inti), allí se
divirtieron con toda la pompa que deparaba la ocasión. Pucara conoció nuevos
amigos al igual que lo hizo Tamia.
Munani (el amante), bailarín, danzante principal de la
comparsa del festejo popular, impresionó grandemente al público en general pero
de manera particular dejó caer su gracia y su encanto en la princesa Tamia.
Pidió permiso el danzarín Munani, al gran Pucara, para bailar con la princesa
Tamia y concedido éste no tuvo reparo alguno, se dio sus mañas y dio con el
oído de Tamia para decirle cuanta impresión le había causado mirar sus ojos
oscuros, su fino cabello lacio y el negro de sus pestañas. Tamia sonrió,
agradeció el cumplido, miró buscando entre la gente a Pucara, al no
encontrarlo, susurró algo al oído del danzante Munani. Este se alegró y
agradeció a la vez a la princesa Tamia, sonriendo también de manera sutil,
apretó con disimulo su mano y terminado el baile llegó hasta donde el gran
Pucara, entregó en sus manos a Tamia, la miró sonriente y retirose agradecido.
Para la princesa Tamia los días a partir de aquella fiesta
no fueron los mismos, pensaba en el danzante Munani, en sus palabras, en su
baile, en su gracia, en todo él. Sintió que sin saber porqué su vida volvía a
renacer, mirando a sus hijos los vio ya crecidos, autónomos, independientes,
trabajaban por sí solos. Un día, cuando Pucara no se encontraba en casa, llegó
Munani a buscar a Tamia, ésta salió y regocijada atendió al danzante, quien
definitivamente había impactado en su corazón. No tuvo reparo en contar sus
cuitas, siendo absolutamente correspondida por Munani, quien de igual manera se
confesó ante Tamia. Besos y abrazos se dieron los nuevos amantes. Concertando
citas a partir del momento, acordaron un día romper con su silencio y
declararse públicamente ante el conglomerado. Conocido el suceso, Pucara se
entristeció, acabó con su liderazgo y no queriendo estorbar en el camino de los
nuevos amantes se fue a la montaña con sus tres hijos y comenzó a criar y
cuidar tábanos.
Tamia y Munani comenzaron a deambular sin restricción alguna
por entre las siete ciudades, se entregaron al amor y jolgorio sin ninguna
reputación, situación que escandalizó a la comunidad entera, obligando a las
gentes a prohibir expresamente prestar cualquier clase de servicio a los nuevos
amantes. Un día, golpeando de puerta en puerta pedían se les regalase un pilche
(totuma o mate) con agua, nadie respondía a su llamado hasta cuando se
encontraron con un niño, a quien engañaron con la entrega de un pedazo de pan,
logrando el pilche con agua. Los dos
enamorados, amancebados según el decir de las gentes del sector, se acostaron
para hacer el amor en un potrero cercano y dejando el pilche con agua a sus
pies, en el clímax de su emoción, el hombre lo y regó el agua.
Quedándose dormido boca arriba no se percató que el agua
derramada del pilche comenzaba a crecer y crecer de manera exorbitante hasta
que prácticamente lo estaba ahogando; en ese momento, llegó un tábano, de los
que Pucara criaba y cuidaba con sus tres
hijos, le picó en la nalga y lo hizo vomitar abundante agua por la boca y
nariz. De tal magnitud fue su caudal que rápidamente inundó la totalidad del
valle quedando bajo el agua las siete ciudades. Un sonido de campana fue lo
último que se escuchó sobre ese sector que hoy conocemos como el Lago Guamuez o
Laguna de La Cocha. Pucara, que absorto y entristecido observaba desde la
montaña con sus hijos el encantamiento del lugar, lloró tristemente su
desgracia, se acogió cariñosamente a sus tres párvulos y se quedó petrificado
para siempre en la montaña que lleva el nombre del insecto que pico la nalga de
su rival, !El Tábano! Pucara, sus tres hijos y la mascota se observan con
claridad en la magnitud de la montaña del Tábano, y cuenta la tradición popular
que cuando Pucara recuerda la traición de Tamia con Munami, llora tristemente
en medio de rayos y centellas y sus lágrimas aumentan el caudal de la laguna,
causando grandes estragos a los pobladores de las orillas de La Cocha.
Dice también la tradición popular que en la tarde del
viernes santo, luego de la muerte de Cristo, se escucha el dong, dong de una
campana, y hay quienes han visto navegando alrededor de La Corota un bulto de
totora a manera de balsa que lleva en su interior un mate o pilche, un peine y
una gallina clueca con sus polluelos, los cuales de ser recogidos,
desencantarían La Cocha y volverían a surgir las siete ciudades florecientes que
se encuentran en el fondo de la laguna encantada en espera de su próximo
salvador.