Carlos Alberto, miró de reojo su reloj y precipitadamente se
levantó del mullido sillón donde libaba unos tragos en compañía de una grata y
concupiscente mujer, tomó su abrigo y salió a la calle, ya bajo el umbral de la
puerta miró a uno y a otro lado de la oscura calle, nada o casi nada observó en
medio de la tenue luz del deficiente alumbrado público del sector. Se levantó
las solapas del sobretodo para cubrirse un poco de la heladez de aquella noche
y comenzó a caminar pausadamente hacia la parte baja y central de la ciudad.
Su sombra se proyectó sobre la fría pulidez de la grisácea
piedra que a manera de irregular tablero de ajedrez servía de andén en la
estrecha calle. Observó, entonces, cuán flaca era su contextura al contrastar
la delgada cabeza proyectada con la holgura de su gabán oscuro, hizo un ademán
con una de sus manos y miró igualmente como la sutilez de su mano contrastaba
con la ancha manga del sobretodo. Sonrío para sus adentros y miró nuevamente la
hora en el reloj. ¡Caramba! ¡Cómo pasa el tiempo!! Son cerca de las doce!
meditó en su pensamiento y continúo calle abajo sin observar movimiento alguno
a su alrededor.
Su escuálida figura, de hombre alto, con un gabán oscuro,
ancho, se agigantaba y achicaba a la vez sobre la sombra proyectada por la
tenue luz de las bombillas del alumbrado público. Habían pasado unas cuantas
horas con aquella grata compañía de la concupiscente mujer y ya era tiempo de
regresar a casa para descansar holgadamente bajo el techo de su propio hogar.
El licor que consumió sirvió únicamente para deleitar la palabra, para amenizar
el momento de aquel amor furtivo, no había embriaguez en su cabeza ni mucho
menos, los estragos tambaleantes del beodo, apenas daban pauta para aplacar el
frío de la oscura noche sobre la estrecha callejuela.
Sintió de pronto un ruido salido entre las sombras y vio
cruzar delante de él un pequeño montículo fugaz que al llegar al lugar
titilante de la tenue luz pudo distinguir que era un gato, cuando sus ojos
fulgurantes se clavaron en los de él y lanzó un maullido que estremeció a
Carlos Alberto por lo inesperado del momento. Pasado el susto, cruzó la primera
calle y miró hacia el frente, observó a distancia las cúpulas de la Iglesia de
Santiago, templo románico-toscano de construcción moderna pero con cierta
caracterización de recogimiento y de respeto. Pensó cambiar de ruta por un
inesperado presentimiento, sin embargo desistió la idea y continúo a paso
moderado su camino.
Se acordó de cuentos y leyendas que escuchara un día, cuando
aún niño, inocente de las realidades de la vida, se dejaba ilusionar por las
frases expresivas de la abuela al escuchar de sus labios narraciones de terror,
de espanto o de míticos jolgorios que amenizaban las reuniones de familia. Miró
de manera prevenida hacia atrás para poder observar con más detenimiento el
paso del gato. Recordó que al respecto había muchos agüeros y trató en su mente
de captar el verdadero color del pequeño felino, no sabía que responderse así
mismo: ¿Era negro? ¿O, era pardo? No sabría precisar. Sintió de pronto un no se
qué, que le obligaba a sacar un cigarrillo para encenderlo y proceder a fumar.
Buscó entre sus bolsillos una cerilla y procedió a encender el cigarrillo. Al
hacerlo, cuando la llama flameaba tratando de prender el cigarrillo, sus ojos
se quedaron fijos mirando hacia la iglesia de Santiago donde en medio de la
penumbra parecía desdibujarse una sombra que a manera de bulto indescriptible
se asomaba a la tenue luz de los faroles del contorno de la plazoleta que da
marco al templo Capuchino.
De principio sintió como un alivio el encontrarse en altas
horas de la noche con alguien, por eso Carlos Alberto procedió a botar a un
lado la cerilla con que prendió su cigarrillo y caminó un poco más rápido para
el encuentro con ese alguien. Ese alguien comenzó a aparecer y desaparecer del
panorama conventual del templo, situación que intranquilizó a Carlos Alberto.
¿Quién podría ser, que a manera de fantasma aparecía y desaparecía por entre
las sombras de la distante penumbra?. Sin darse cuenta tenía el cigarrillo
apretado entre sus labios. Su corazón palpitaba aceleradamente. Sus ojos fijos
en un sitial de la penumbra y las manos sudando sin saber porqué.
Carlos Alberto creyó observar con precisión la singular
silueta y quedó admirado con lo observado. No precisaba saber que había
observado. ¿Era un hombre corpulento? ¿O, era acaso un fraile con su habitual
habito de franciscano? La curiosidad pudo más que el temor y como si alguien lo
empujara fue caminando hasta donde observaba la imprecisa figura.
Un sudor frío, con un nerviosismo expectante se apoderó de
Carlos Alberto, quien de pronto paró su caminar y se encontró cara a cara con
la singular figura. Se aterró, el temor ante lo inesperado hizo caer el
cigarrillo de sus labios y una sequedad en la garganta amargó su boca cuando
con ojos desorbitados pudo constatar que la figura humanoide que tenía frente a
sí era la de un fraile, por el tradicional hábito que cubría su cuerpo, pero
con una característica infernal: ¡No tenía cabeza, era descabezado y aún en la
penumbra del sitio en mención podía observarse como daba la impresión de recién
habérsela cortado por lo sangrante de su cuello!
Carlos Alberto no resistió un minuto más el horrendo
espectáculo del «padre descabezado» y cuando pretendió huir sus piernas no le
respondieron. Todo su cuerpo cayó pesadamente y perdió el sentido. Un pequeño
hilo de agua amarillenta se comenzó a observar entre sus piernas que fue
agrandándose y fetidez de olores nauseabundos se esparcieron por entre el
lugar. Al día siguiente, cuando las puertas de la iglesia de Santiago se
abrieron para dar paso a los feligreses, varias damas de velos y mantillas
sobre sus cabezas observaron el cuerpo de un hombre que yacía tirado en medio
de un charco de agua amarillenta, compenetrado con un ambiente donde se
expandía fuertes olores que obligaban a los transeúntes a pasar de lado
tapándose con pañuelos sus narices.

Terminada la misa, el tropel de la gente a la salida
despertó a Carlos Albedo quien al observar como era mirado de reojo por parte
de los transeúntes a su paso, se percató el estado lamentable en que se
encontraba y cubriendo su cuerpo con el sobretodo caminó por entre la calle
hasta perderse avergonzado sin atinar con precisión que había pasado la noche
anterior de su aterradora desgracia.
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